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¡Me quiero ir a Venezuela ya!


Esta es una expresión que muchos paisanos y coterráneos gritan a los cuatro vientos cuando ya tienen unos meses viviendo en otro país. Sus emociones se salen de control. La tristeza generada por extrañar su tierra además de su gente, los deja sin aliento. La impotencia de sentir que no se deben regresar porque tienen que producir para enviar dinero y ayudar a sus familiares, les genera rabia. Y la angustia de pensar que ya no se pueden comunicar con frecuencia, por las constantes fallas en los servicios básicos y de comunicación en Venezuela, les genera incertidumbre. Es que la problemática en el país ya la sabe todo el mundo.

¡Me quiero ir a Venezuela ya! No lo dice el venezolano porque pasa trabajo y está siendo hostigado en Chile, Perú, Colombia, Ecuador, USA, Canadá, Panamá, entre otros países, como señala el espanta pájaros mayor del régimen totalitario. El migrante venezolano quiere volver a su nación debido a que es su origen, es su esencia, es su verdad; aunque está consciente de que, en la patria que lo vio nacer, no hay la condición normal de vida que todo ser merece. En resumen, la población está encaminada a morir por tanta precariedad.

El venezolano desea regresar con el alma desbordada a su país, como pajarita ansiosa retorna a su nido luego de buscar alimento para sus crías. No obstante, él comprende que corre riesgos grandes si regresa, ya que estaría rodeado de muchas carencias y peligros los cuales pondrían en juego su propia vida y la de su familia. ¡Que terrible situación!

Para el venezolano en el extranjero, persiste latente la esperanza de acostarse por las noches nuevamente en su cama calientica, con sus comodidades y pertenencias a su alrededor, en su casa, con su carro, sus amigos, su familia; cosas que dejó atrás un día.

Pero cómo y cuándo podría recuperar toda esa comodidad que perdió, si cuando vemos la realidad en Venezuela es cada vez más pobre. Tal vez la única persona en quien recae un futuro prometedor en Venezuela es la figura de Guaidó, un presidente interino, que surgió como el ave fénix, en medio de una necesidad de cambio.  Un cambio que pareciera posible, con el apoyo colectivo de la sociedad venezolana y sin la contaminación política del pasado, que ha sido duramente criticada como elemento de tranca a un verdadero proceso liberador.

La esperanza y la fe de que Venezuela volverá a ser un lugar con todas las condiciones para ser normal, está viva. Es parte del motivo y la fuerza que impulsa el cuerpo y la mente a seguir adelante, trabajando, echándole ganas. Porque los que estamos aquí en Perú y los que están en otros países SI quieren irse a Venezuela, pero están conscientes que hacerlo ahora, no es buena idea, por las razones que sabemos.

Mi destino: Perú

Cuando salí de mi amada Venezuela, todo fue planificado. Pero es que tenía casi un año pensando en un destino idóneo y en todos los movimientos que implica un viaje para un país, a empezar de cero.

Un 12 de abril del año 2018 partí de San Pedro del Río, estado Táchira, Venezuela, junto a una gran amiga y con la ventaja de estar a una hora de la frontera con la vecina población de Cúcuta, Colombia.

Una maleta pequeña, un morral de mano verde con 20 años de uso, y una Yasmin sonriente y optimista me acompañaban. Le insistí a ella antes de salir de la casa que debía llevar en su maleta sólo lo necesario por comodidad, pese a ello, fue inútil mi sugerencia. Cosas de mujer para llevar la contraria.

Salimos a la carretera para tomar el transporte que nos llevaría y los minutos empezaron a transcurrir. Un paro de transporte vigente, se había ido la luz a las 6 de la mañana, era escaso el dinero efectivo en bolívares que nos acompañaba, en fin, había detalles que pensar en negativo. Al rato llegaron dos muchachos quienes tenían el mismo destino que nosotros y logramos acordar viajar los cuatro. Inmediatamente paramos un taxi que pasaba y con gran dificultad entramos al carro con maletas y todo, como sardinas en lata.

Recuerdo a uno de los panas con su gorra de Venezuela y al otro con una bandera de Venezuela. No paramos de hablar en todo el camino hasta que arribamos a la ciudad de Ureña. Bajamos del taxi, los dos chamos siguieron otro rumbo y nosotros dos con mucho ánimo nos dirigimos a sellar la salida de Venezuela. No encontramos cola. ¡Una maravilla!
De allí nos fuimos caminando los dos kilómetros aproximadamente, que las personas están obligadas a recorrer al cruzar la frontera entre Venezuela y Colombia.

Ya en Colombia, lo que nunca nos imaginábamos, era que la Cruz Roja Colombiana nos invitaría a pasar el tiempo de espera de nuestro autobús hacia Bogotá, en las instalaciones de su Centro de Atención al Inmigrante, ubicado en Cúcuta. Hubo un registro de datos de identidad al ingreso y nos hicieron entrega de un kit de aseo personal. Además, nos ofrecieron una habitación para descanso, hubo almuerzo, cena, y una excelente atención la cual agradecimos enormemente.

A las 9 de la noche arrancó Berlinas del Fonce de Cúcuta con destino a Bogotá. El pasaje nos costó 90 mil pesos colombianos, pero valió la pena. La comodidad durante las 16 horas de viaje fue al estilo avión en primera clase.

La idea inicial era llegar a Bogotá en la mañana; permanecer todo el día y tomar un nuevo autobús en la noche con destino a Cali, Colombia, donde nos quedaríamos unos días en casa del violista Johander, integrante de la Orquesta Sinfónica de Cali e hijo de mi compañera de viaje. Y así ocurrió, tal cual lo planeamos.

En esta hermosa ciudad colombiana, la pasamos muy bien, porque descansamos, paseamos y hasta fuimos a un concierto de la Orquesta Sinfónica de Cali. Lo malo de la visita, es que no fue acertada la búsqueda de empleo. Yasmincita y yo intentamos hasta salir airosos con la venta ambulante de nuestras empanadas venezolanas pero no hubo un resultado alentador.

Solo queda en mi mente las gratas vivencias en una espectacular ciudad, con gente muy cordial, mucho extranjero caminando por sus calles y donde se respira un aire con intenso olor a marihuana.

Una noche de un día exacto que no recuerdo, emprendimos la ruta hasta Piura Perú. Desde el terminal terrestre de Cali rodamos en el autobús hasta el famoso Puente de Rumichaca, el cual divide a Ipiales, Colombia; de Tulcán, Ecuador.

En Tulcán tomamos otra unidad de transporte, un poco incómoda por cierto, hasta uno de los terminales de Quito. Y de Quito, con el frio a unos escasos grados sobre cero y arropados hasta el cuello continuamos a la ciudad Huaquillas, Ecuador. En Migraciones luego de una larga espera sellamos el pasaporte, pasamos la noche allí en uno de los pasillos. Y al otro día, nos dirigimos a Tumbes y conectamos hasta llegar a Piura, Perú.
Viva Perú!



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